UNA METÁFORA DE LA BARBARIE. Sobre La cicatriz, de Daila Prado.

La novela histórica, subgénero hijo del rigor y de la fantasía, definió sus formas durante el siglo XIX europeo. El romanticismo, enamorado de los exotismos, percibía el pasado como un locus exoticus, y los nacionalismos  necesitaban relatos particulares, que los diferenciaran  de sus vecinos en el mapa; estos intereses concurrieron en la novela histórica.

Durante un tiempo, la nueva criatura buscó el equilibrio entre la historia novelada, en la que el acento era puesto en los hechos históricos, con pretensiones de objetividad pero casi siempre al servicio de determinadas tesis, y la novela de aventuras, donde el énfasis estaba en  las peripecias, y la historia era una mera excusa, un soporte tenue sobre el que  se representaban esas andanzas.

Después, ya afianzada su estética, el género dejó muestras memorables; desde Rojo y negro hasta El nombre de la rosa, pasando por Los idus de Marzo y Memorias de Adriano, para dar una idea de la tradición a la que adscribe esta novela argentina de Daila Prado.

La cicatriz  es un libro  de cuatrocientas páginas, editado por UniRío en un volumen de exquisita presentación. Lleva un subtítulo, Vida de Manuel Baigorria y entre este y el título hay ya un diálogo, una tensión entre el polo histórico y el subjetivo, que funciona desde el vamos como un lacónico manifiesto.

Es un muy buen ejemplar de su género, esta novela de Daila Prado. Un exhaustivo conocimiento de la historia de nuestra región, que se exhibe sin alharacas, con el discurrir de los acontecimientos, satisface la sugerencia de objetividad del subtítulo del  libro. Pero una muy libre y creativa indagación  de subjetividades inclina la balanza hacia lo que este libro definitivamente es: literatura de ficción.

La monstruosa cicatriz en la cara del protagonista se va convirtiendo en una metáfora de la barbarie; la barbarie cruza y estigmatiza, como la cicatriz la cara del protagonista, todo el decurso de nuestra historia. Y al igual que la cicatriz, enceguece a los que la miramos. “Gregorio Pino nació en Chile y es experto en degüellos (…), y se castiga a sí mismo cuando la cimitarra no acierta a separar la cabeza del tronco en el primer intento”. Igual que en algún texto de Juan José Saer y en otro de Beatriz Sarlo, la autora describe aquí el degüello como una decapitación. Es que la barbarie, como la cicatriz, obliga en su punto álgido a un parpadeo que enceguece al espectador.

Y más cuando sabemos que la cicatriz y la barbarie están, en nuestra historia, condenadas a un eterno retorno. “Yo soy Lautramán, dice el Epílogo, soy el que vuelve, el que cruzó la línea que pocos se atreven y ahora desanda, al tranco, la rastrillada de los años. ¡Cuiden, que acá vuelve Manuel Baigorria!”.

Un poco antes, en el último capítulo, se nos cuenta un hecho que divierte y emociona. Baigorria tiene en su poder, fruto de algún saqueo, un ejemplar del Facundo. Se  hace leer con Simón Echeverría, otro “pasado” como él, la prosa magistral de Sarmiento. Pero lo que escucha lo fastidia: disiente con el sanjuanino, no se pone de acuerdo, espera un reconocimiento, quiere encontrarse como personaje del libro que le leen, y al no encontrarse se enfurece. Al bárbaro constituido por un puro presente empieza a preocuparlo el juicio de la historia. Y un día, varios años después, como anticipa  en el Epílogo, va a corregir el Facundo dictando sus memorias, “su vida excesiva, ruidosa, descarada”.

Para desdecir definitivamente la amenaza de biografía académica que sobrevuela en el subtítulo, el libro no da muerte a Baigorria. Lo deja vivo y volvedor y amenazante, al Boca Cortada. El final recuerda la ética desinteresada del conquistador de Borges: “Ni Cristo, ni mi rey, ni el oro rojo/ Fueron el acicate del arrojo/ Que puso miedo en la pagana gente./ De mis trabajos fue razón la hermosa/ Espada y la contienda procelosa./ No importa lo demás. Yo fui valiente”.

El Baigorria de Daila Prado lo dice así: “No me arrepiento, no me arrepiento. De nuevo mancharía mis manos con sangre de quien fuera, con tal de galopar, libre, bajo el sol ardoroso de la pampa”.

Oscar Aimar