El Séptimo Sello

«Si habremos pasado de largo el stand de UniRío en las ferias», me dijo el Seba, acariciando un mantel por mí recién improvisado en su living, degustándolo con la yema de sus dedos como un ciego que de pronto y por milagro comenzara a leer en Braille.
Acababa de cubrir su mesa con una docena de libros que traía de la Editorial de la Universidad Nacional de Río cuarto, emocionado por tanto título valioso y atractivo, por tan honroso nivel de trabajo artístico en sus tapas, con sus múltiples y elegantes diseños, sus exquisitas ilustraciones, la estética delicada y sugestiva para cada edición o colección en particular y, fundamentalmente, la rúbrica significativa que imponían los nombres de cada uno de sus autores.
«Esto es apenas una muestra de lo que a vos más te interesa», le dije al amigo y empecé a contarle.
Porque necesitaba contar. Contar y compartir. No podía simplemente volver a casa con mi mochila grande llena de libros invaluables, libros de Filloy, Mastrángelo, Michelotti, Floriani, Guevara, Tello, por nombrar sólo a algunos (por otros tantos ya renombrados), y con un montón de catálogos pletóricos de auspiciosos volúmenes, catálogos a los que me asomaba aturdido, tardío, descubriendo un trabajo de, si se quiere, pocos años, pero que abarcaba y me ofrecía, generosamente, generaciones heterogéneas de investigadores, ensayistas, historiadores, periodistas, poetas, narradores, incluidos algunos artistas conocidos y cercanos, profesores admirados, amigos y compañeros entrañables (Patora Cisneros, Abelardo Barra Ruatta, Elena Berruti, Marita Novo, Javier Lucero, Carlos Giorgis, Sergio Villar, Pablo Dema, Silvina Barroso, Adriana Milanesio, Tincho Moretti, Pablo Olmedo, Joaquín Vázquez, entre tantos otros), a la vez que un universo desconocido, intrigante, seductor como todo libro que no ha sido aún abierto como es debido: con la curiosidad y el simple movimiento de apoyar dos o tres dedos de una mano sobre el filo de su tapa para hacerla girar y detener el mundo, el del espacio-tiempo cotidiano, voraz, veloz, fugaz, dejándolo en modo de espera y en silencio, usando esa pausa paralela como trampolín para saltar, caer, sumergirse, perderse hasta encontrarse uno mismo en un otro imprescindible con el grato deber de ocupar y ejercer el exclusivo rol de privilegio reservado a los actores necesarios para completar una obra: nosotros, los lectores.

«¿Y vas a reseñar todo eso?», preguntó el Seba, devolviéndome al mundo sólo por unos segundos, porque abrió al azar el libro de Susana Michelotti (No sé qué voz y otros poemas), y recitó en voz alta:

«Me molesta la sangre.
Se me caen las manos de las letras
sin poder controlarlas,
como dos pesos muertos en la sombra».

Nos quedamos quietos y callados un instante, perdidos en el eco de esos versos, hasta encontrarnos y cruzar miradas de satisfacción similares. Luego, respondí:
«No; todo eso es apenas una muestra que me traje para adentrarme en lo que nos estábamos perdiendo cuando creíamos que la Editorial de la Universidad publicaba textos exclusivamente académicos. UniRío edita alrededor de cincuenta títulos por año», le informé, sorprendiéndolo.
Entonces él comenzó a juntar y a apilar siete libros con sus siete títulos de siete letras cada uno: los de la Colección Filloy.
«Voy a empezar por ésos», dije señalando los siete libros de Juan Filloy editados por UniRío en estos últimos años, y desarmando la pila comencé a meterlos nuevamente en mi mochila de viaje, la que anduvo conmigo por tantos lugares distantes: provincias, países, continentes; cruzando mares, fronteras, montañas; sorteando encrucijadas y caminos que al final me trajeron nuevamente a Río Cuarto, a los amigos, a estos libros que son viajes, lugares, universos, pero también la ciudad y a la vez retrato, bosquejo, trazos en el mapa de un tesoro al alcance de todos: el del mayor exponente literario de la historia de estas calles, de estas veredas y sus transeúntes, sus habitantes -algunos sus lectores-; personas y personajes que habitan dentro y fuera de esas páginas, que han abierto y aún hoy abren en la obra del autor el infinito circular con el que los abraza el arte cuando el simple movimiento de una mano apoya dos o tres dedos sobre el filo de la tapa, la hace girar y detiene el tiempo. Como ahora, que antes de meter en la mochila Balumba, el primero y último de la pila amontonada por el Seba, abro en una página al azar y recito en voz alta:

«Somos dos ciegos en la sombra
Tanteando las paredes del misterio…
Quizá, cuando se apresen nuestras manos,
Caigamos juntos en el mismo abismo…
A lo mejor entonces, sin quererlo,
Digamos la palabra mágica
¡La palabra que detiene a la muerte
Cuando la vida se precipita en ella!».

Historia del tiempo breve

Por difícil que resulte resumir la historia de una editorial que, en menos de una década, fue testigo y atestiguó -con su presencia, con sus diversas producciones e intervenciones culturales, dentro y fuera del ámbito académico y de la ciudad- una época de cambios que podría tomarse como extracto de los vaivenes históricos del país; que, como un órgano anexo a la memoria que tanto nos cuesta proteger y ejercitar a los argentinos, transitó, transgredió y atravesó con éxito impedimentos y formas –tanto en tiempos favorables como adversos, siempre exigentes y efímeros-, mutando y transformándose hasta hoy en modelo y ejemplo fabril de bibliodiversidad para el amplio espectro del conocimiento; por complejo que resulte compendiar toda esa trayectoria en una nota, vale el intento de reseñar, creo, en tres o cuatro momentos fundamentales, su crecimiento ininterrumpido, y quiero señalar, a título personal, también su contundente afianzamiento y la notable evolución cuantitativa y cualitativa de producciones, particularmente en estos últimos dos años, los más difíciles e intempestivos no sólo para UniRío Editora, sino para la cultura, la educación, las instituciones y todo el espectro público nacional.
En el primer catálogo de UniRío, en abril de 2012, a casi medio año de iniciada la labor de la editorial, su entonces directora, la Profesora Elena Berruti afirmaba:
«El compromiso central de UniRío Editora está vinculado con la democratización de conocimientos y saberes, en el convencimiento de que como toda universidad pública, le corresponde a la UNRC afrontar el desafío de bregar por la igualdad de oportunidades a la hora de publicar aportes, experiencias y saberes construidos tanto por docentes, investigadores, extensionistas como por referentes y organizaciones sociales que deseen compartir dichas construcciones y ponerlas en circulación pública y social, en diferentes soportes y formatos».
Eran tiempos de vientos socio-culturales favorables -aunque por caminos nunca fáciles de transitar- para quienes se dedican a la siempre ardua tarea de editar libros.
De las dificultades seculares del proceso son conocedores por experiencia propia tanto quienes producen como quienes luchan por difundir esos productos del conocimiento en sus múltiples variantes, sobre todo en un soporte cada vez más amenazado por los veloces cambios de la vida cotidiana y por aquello que la seduce y envuelve vertiginosamente: el incremento descomunal de los avances tecnológicos, orientados a capturar la atención ya no sólo de aquellos consumidores (en este caso culturales) con decisión sobre sus poderes adquisitivos indistintamente variables, sino también de los cada vez más exigentes consumidores infanto-juveniles, con artefactos de entretenimiento que seducen a grandes y chicos por igual, y que compiten cada vez más con el libro en su formato o extensión tradicionales, a la conquista de la atención visual y cognitiva generadora de una dependencia que fragmenta el tiempo de concentración e instaura una ansiedad efímera y compulsiva por el deseo de atracción desde la imagen.
Sin embargo, UniRío Editora siguió creciendo, gracias a la política cultural estatal, a la universitaria y a la de un equipo de trabajo que cree en lo que hace, y es así como hasta el 2015, año en el que asume como director el Profesor José Di Marco, y lo cito: «…en los libros que UniRío pone a disposición de los lectores se manifiestan las matrices conceptuales, las convicciones y los deseos que orientan este proyecto editorial desde su punto de partida».
Hasta entonces, la política estatal y los proyectos y programas destinados a las universidades nacionales y sus diversas extensiones compartían una correspondencia armónica respecto de la importancia que se le daba a la producción, difusión y publicación de todo tipo de conocimientos académicos y expresiones culturales que abarcaban el amplio espectro de las ciencias y las artes. Quizá por ello resumía Di Marco en el mismo editorial:
«Libros que reúnen y hacen pública la producción académico-científica desplegada por los equipos de investigación de la UNRC en distintas áreas del conocimiento.
Libros que registran las experiencias de vinculación efectiva con el medio local, y que atienden y ensayan respuestas valiosas a demandas específicas, por ejemplo: la discapacidad, las organizaciones sociales, la violencia de género.
Libros en los que la literatura (la narración, la poesía y el teatro) encuentran un espacio donde resuenan y estallan ritmos, imágenes e historias que encienden la imaginación, conmocionan el pensamiento y sacuden la sensibilidad», escribía Di Marco, dibujando un círculo por mí no premeditado al inicio de esta nota introductoria, que es ulterior en el tiempo a su artículo, pero que ya el propio director cerraba de manera categórica: «En sus texturas se dibujan los plexos que urden (acaso secretamente) nuestra identidad cultural».
Resalto esa frase de octubre de 2015 por paradigmática y porque se me antoja una bisagra de los trabajos y los días que se avecinaban. De los cambios y del resultado de esos vaivenes que referí al comienzo, de la protección y el ejercicio de la memoria, de esa identidad cultural tantas veces despojada, vapuleada, descuidada como si se tratase de un bien ajeno que atañe y corresponde a otros preservar. Y porque tanto a UniRío como a la universidad pública, tanto a quienes tratan de enriquecer esa urdimbre como a quienes poco les importa o contribuyen a devastarla, se nos vino encima el 2016 como el zarpazo de un animal entrenado para atacar y despedazar sólo a ciertas presas. A puro recorte tajante de presupuestos y veto tras veto para la educación en general, para la cultura en particular, para la investigación, el cine, los medios, en fin, no creo exagerar si digo que las instituciones, las ciencias y las artes sufrieron un ataque político normativo reduccionista llevado a cabo nada más ni nada menos que por el Estado, como si éste hubiese sido tomado por asalto, paradójicamente, por un nuevo gobierno democrático elegido por el pueblo, para utilizarlo y blandirlo contra el pueblo y sus derechos.
Lo expresaba mejor Di Marco, en el catálogo de abril de ese año, en su editorial «A pesar»: «Soplan vientos de cambio, pero esa mudanza no trae noticias auspiciosas para las editoriales universitarias. En este caso, el cambio es regresivo y la continuación de la actividad se constituye, sin lugar a dudas, en un acto de resistencia a un modelo económico, concentrado y extranjerizante, que considera al libro (en sus diferentes formatos) como una mera mercancía.
A pesar del estado de cosas, más proclive al lamento que a la acción fructuosa, UniRío Editora sigue apostando a un proyecto social y cultural, educativo y científico, artístico y literario, amplio, diverso, inclusivo e integrado a la comunidad».
Sin embargo, a pesar de lo dicho, de los pronósticos sobre la realidad adversa, del pesimismo agorero de analistas apocalípticos como yo, ese «acto de resistencia» que proclamaba Di Marco no quedó -valga la paradoja, tratándose de UniRío Editora- sólo en palabras. Se materializó en mucho más de lo que ustedes pueden ver y leer en estas páginas, y de ello vamos a ocuparnos en las próximas ediciones del Corredor Mediterráneo, para informar a sus lectores, seguramente también lectores en general y en particular de las variadas propuestas con las que cuenta esta ciudad rica en gentes atentas a la industria cultural, cuidadosa de esos objetos portadores de memoria, conocimiento, belleza, desafío y resistencia para la defensa de la identidad nuestra, de todos, de cada uno y de cada otro. Esos objetos preciados o despreciados según los tiempos, pero siempre pequeños y poderosos a los que llamamos «libros».

Gustavo de la Arada